La Red de Bibliotecas de Hellín y el CRA Río Mundo se suman a la celebración del Día de la Música con la retransmisión para los alumnos Educación Infantil y Primaria, de la obra ‘La pequeña cerillera’, narración musical inspirada en el cuento del famoso escritor danés Hans Christian Andersen, con música de César Franck (1822-1890) y producida por el Teatro Real.
Estas transmisiones a través de los centros de enseñanza son posibles gracias al convenio colaboración del Teatro Real con Consejerías de Educación de varias Comunidades Autónomas (Madrid, Andalucía, Murcia y Castilla-La Mancha). Para 2017 está prevista la retransmisión de ‘El sueño de una noche de verano’.
Martes, 22 de noviembre
Duración: 45 minutos
SOLICITUD CENTROS EDUCATIVOS
ANEXO. Cuento de La pequeña cerillera, de Hans Christian Andersen.
La pequeña cerillera
¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del
año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba
por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es
que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas
zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían
tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos
coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de
encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría
servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos pies completamente
amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y
un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado
nada, ni le había dado un mísero chelín; se volvió a su casa hambrienta y
medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían
sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no
estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó
en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los pies todo lo posible, pero
el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues
no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le
pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el
tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con
que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de
frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo
del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno:
“¡ritch!.” ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como
una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le
pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de
hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su
interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su
vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada,
con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta
transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una
habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo
mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno
de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de
La pequeña cerillera
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la fuente y, paseando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda,
se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el
fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un
hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera
la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico
comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas
colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los
escaparates. La pequeña levantó los dos brazos… y entonces se apagó el
fósforo. Todas las luces se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que
eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el
firmamento una larga estela de fuego.
“Alguien se está muriendo” -pensó la niña, pues su abuela, la única persona
que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: “Cuando
una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios”.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y
apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa. ”¡Abuelita! -exclamó
la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el
fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de
Navidad”.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a
su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca
la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y,
envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el
vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo.
Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas
las mejillas, y la boca sonriente. Muerta, muerta de frío en la última noche del
Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el cuerpito congelado,
sentado, con sus fósforos, un paquete de los cuales aparecía consumido casi
del todo. “¡Quiso calentarse!,” dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que
había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita,
había subido a la gloria del Año Nuevo.